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Muchas veces me pregunté si, de la heterogénea variedad de los muchos libros que escribí, hay en ellos algo en común, un eje, un rasgo distintivo. No me parece. Sé que lo que más disfruto es reflexionar a través de aforismos y contar historias. Algunas pocas, recreadas a partir de hechos reales; todas las demás fueron producto de la imaginación. Aunque no tengo un tema dominante, hay un aspecto que me cautiva recrear, tanto en las novelas como en los cuentos: los seres desdoblados. Ese ser oculto que, cual karma geminiano, convive en muchos de nosotros e intentamos esconder o disfrazar. 
Ese fue el disparador de Almas disecadas, novela en la que no he volcado ningún elemento de la vida real que haya vivido. Toda la trama es invención en estado puro. 
El protagonista, un escritor exitoso, aloja en su interior a un ser detestable al que se cuida muy bien de sacar a la luz. Al enamorarse, con total convencimiento, por primera vez en su vida, intenta emprender un proceso de auto expiación, “contándose” en una novela donde se muestra en su más cruel desnudez. 
El libro es un relato enmarcado por el que desfilan: una madre rígida y sobreprotectora, un padre juez de profesión —un ser lejano y envuelto en un mundo marginal—, el propio protagonista que padece enfermedades invalidantes que afectan la conducta, su precoz talento literario, los intentos terapéuticos de sanación que intenta a través de la psiquiatría o accediendo a nuevas creencias. Ya avanzada la historia, las trampas del padre y el acercarse al budismo lo trasladan por lejanas geografías. Los capítulos se suceden entre el presente de un amor esquivo y el pasado del que intenta aliviarse en una suerte de diván literario.  El resto de la historia, a cargo del lector.


 

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