La historia comienza en esta casa, en aquel verano que ha quedado tan atrás. La casa era tal como la podemos seguir reconociendo todavía, a pesar de los muchos cambios que el tiempo, fatalmente, le dejó: los patios persistentes, las divisiones que aguardan, la pausa del comedor, la evasión del dormitorio, el refugio de la bita… y el río, claro, el río. Exactamente una casa de cimientos trajinados por el agua, una casa acostumbrada al diálogo con el agua, una casa que —por las noches— se duerme junto al río, ese río que corre siempre, empeñado en demostrar que se parece al tiempo.
Y con la casa, la ilusión aquella de jugar en una isla. La ilusión parecía una realidad clarísima para nosotros. Después íbamos a saber que el tiempo habría de iluminarla todavía más con la experiencia, esa linterna que uno no puede dejar de llevar cargada a la espalda.
Teníamos entonces la edad exacta del miedo y del asombro. Todos los rostros (¿cuántos eran?) reflejaban esa extraña forma de complicidad que era el desconcierto. Así, el azar nos iba organizando según las reglas de su juego: ya empezábamos a estar juntos, como las células que van sucediendo mágicamente un organismo, sin acuerdo previo.
Las cosas fueron sucediéndose, agolpándose: todas sorpresas. Lo cierto era que se precipitaban sobre aquel centenar de huéspedes nuevos. Esas cosas no sabían que ya estaban creando los recuerdos de más tarde, los que ahora se convocan sin que haya que hurgar demasiado para recuperarlos.
José María Ferrero