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EL_CONTRATISTA_Y_LA_VIÑA_-_tapa.jpg
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Rodolfo A. Stella

La infancia nos marca para siempre. La nostalgia se agiganta con el paso de los años, y la mirada retrospectiva suele idealizarla o deformarla.
Con una prosa engañosamente sencilla, el autor nos revela un mundo que se fue, cuyos frutos son esos descendientes a quienes va dirigido el relato.
Prosa sencilla, se dijo, y directa, que describe con pinceladas una sociedad, un cultivo, una familia, una historia. Está escrita desde la perspectiva del adulto y del presente, pero la mirada es la del niño que está allí para describir no solo anécdotas y sucesos, no solo paisajes y costumbres, sino sus propios sentimientos. Y el niño que narra no puede mentir, es un testigo inocente que trasmite al lector, con absoluto realismo, deliciosos aguafuertes.
La Viña da marco a todo. Es referencia permanente. Plena de simbolismos que no se explicitan pero que se han dejado caer al paso. La Viña como metáfora de lo permanente, sus raíces que nutren una identidad que adquiere sentido en la cosecha de los racimos, la poda y el agua que aseguran que dé fruto y “que ese fruto sea abundante”. 
Aun en los momentos en que aflora el ingeniero agrónomo, y algún detalle técnico parece desviar las acequias del relato, el agua se encauza con destino a la Viña, centro que convoca la vida y los valores familiares.
El autor ha explicitado que su objetivo principal ha sido trasmitir esas raíces. Entregar el legado que atesoran sus recuerdos. Sin embargo, ha hecho más que eso: nos ha regalado esta obra.

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